viernes, 25 de diciembre de 2015

Ocurrió en Relleu una Nochebuena.



Hoy es día de Navidad, el mejor día del año para publicar este relato que mi amigo, el relleuero Hernando Seguí, me ha hecho llegar y que es una de tantas anécdotas reales que ocurrieron en el transcurrir del tiempo. Es una pena que estas historias se vayan perdiendo con el inevitable y obligatorio   viaje al más allá de las personas que las vivieron o fueron partícipes en algún momento de sus narraciones. En una de mis publicaciones ya comenté la necesidad de guardar para las posteriores generaciones este patrimonio intangible e inmaterial que representa la historia de nuestro pueblo porque la historia es la ciencia de la memoria.



                           Ocurrió en Relleu una Nochebuena

   No nevaba, tampoco hacia frio, Pep “el dels gossos”, seguía el ritmo cansino del mulo, asido al rabo del animal. La suavidad de la noche era más propia de la primavera que de un 24 de Diciembre. Le acompañaba el susurro de una brisa tibia al atravesar la maraña de agujas de los pinos. Envuelto en sombras, Pep se iba acercando a la casita de su masía, “La Serra”, donde vivía solo desde que había fallecido su madre. Ocho meses tan solo estaba faltando y se había acostumbrado a su ausencia, por lo que le costaba reprimir cierto sentimiento de culpabilidad.

                           El relleuero Melchor Martínez en la plaza de La Señoria de Relleu

  No había fiesta que le gustara más que la Navidad, ni siquiera San Alberto, que era la de los jóvenes y se celebraba en los primeros días de Agosto; entonces se  sacaba a bailar a las chicas perfumadas con albahaca tomillo o salvia, con suerte  se podía conseguir a la chica apetecida y si ella dejaba entender (con ese lenguaje misterioso y complicado) que también le correspondía, se abrían las puertas de lo inalcanzable y al corazón le faltaba espacio en el pecho. El luto no le permitía disfrutar de la Nochebuena en el pueblo. A estas horas los “maseros” ya habrían hecho su entrada triunfal por las calles, las mujeres montadas en amazonas sobre las cabalgaduras que los hombres conducían del ramal, y los niños  corriendo con las “aixames” (antorchas de esparto) bajo el brazo para fundirse  con el tropel de los demás niños del pueblo. Surcaban el aire las voces frescas de las muchachas, sus risas claras entremezcladas con las bromas  tímidas de los varones. Las mesas estarían puestas en la plaza del pueblo y los “maseros” las engalanarían con dulces elaborados con productos de cosecha propia: almendrados, mantecados, pastissets de boniato, cocas dulces; la gente del pueblo pondría el anís y el coñac. Así celebraba el pueblo unido el nacimiento del Señor y como era noche de paz todos estarían pendientes de la reconciliación de “Los enemigos del año”, una especie de auto sacramental que se repetía desde la noche de los tiempos con su invariable final, grandes abrazos  de los que acababan de estrenar una amistad bendecida por María y José, y aplausos emocionados por parte de un pueblo orgulloso de lo cabales que eran  sus gentes.

                                         Aixames a Relleu. Nochebuena 2013

 Pep había caminado con los ojos cerrados agarrado a la cola del animal. Cuando volvió a abrirlos estaba ya a la altura de la “Serra Campana”.
 Por la ventana abierta de la cocina se adivinaba la tenue y temblorosa iluminación de un candil. Al martilleo de los cascos del mulo se le añadió el crepitar del aceite caliente en la sartén. María “La Gata” no se había ido al pueblo con el resto de la familia, ella se sentía incomoda con la muchedumbre, tenía un carácter bonachón que junto con su aspecto linfático y sus “pies redondos” parecía animar a las gentes sencillas de aquel lugar a gastarle bromas de una fatigosa ingenuidad. Pep recordó las últimas mieses cuando aquellos niños le habían regalado a María un puñado de cerezas envueltas en un pañuelo y después de dejarlo encima de la mesa le cantaron:
                                            Marieta si vols cireres
                                            escampa el mocador,
                                            no les mires ni les toques
                                            que son pa´l senyor rector.
  El camino se fue ensanchando hasta desembocar en el patio de su casa, cuyo encalado resplandecía bajo la oscura claridad de las estrellas. Pep abrió la puerta y tras encender el candil, hombre y mulo franquearon el umbral  para acceder a una estancia con el piso de tierra. El olor a aceite quemado del candil atenuó un sentimiento de soledad lleno de pesadumbre.

                                                              Serra Campana

  Tras retirarle al mulo las alforjas y la albarda se dispuso a meterlo en la cuadra que era contigua a la estancia principal. Se fijó en los ojos del animal que brillaban con una inexpresiva viveza y en un impulso de ternura sintió la necesidad de apoyar la mejilla en su cuello. La sala se iluminó con el fuego de la chimenea. Pep esperó a que redujera la llama. Iba a preparar una “pericana”: pimientos secos y bacalao pasados por la brasa y troceados, aliñados con unos dientes de  ajo laminados y aceite de oliva. En nochebuena es lo que se ponía para cenar en casi todas las casas del pueblo, la fiesta se honraba en la mesa con el cocido de Navidad. No se escatimaban lujos, carne de aves de corral, cordero y las pelotas con pan remojado, sangre de la gallina y taquitos de tocino. Pep se comió media barra de pan con la “pericana” y apuró una catalana de vino de parra, que así llama en mi pueblo al de cosecha propia. La catalana es familia del porrón y contiene medio litro, justo lo que un hombre razonable se podía beber en una comida y el pitorro tiene un orificio que da al vino una salida más alegre, permitiendo que se saboree mejor.



                                                   Calle de Relleu
 Después de la cena, Pep cortó a taquitos media pastilla de turrón blando que había comprado en una paradita del pueblo y que solían poner en fiestas unos vendedores ambulantes de Jijona. Conservaba puesta la ropa de los festivos que traía del pueblo; pantalón de pana negra, camisa blanca con finas rayas azules, chaleco de alpaca con fajín y chaqueta negros. Se puso a pensar que María también estaría sola, allí mismo, en la Sierra Campana. Envolvió el turrón en el papel de estraza, cogió la botella de anís y enfiló el camino. En pocos minutos se plantó delante de la casa de su vecina, golpeando la puerta con la aldaba. María respondió con un  “va” al que alargó desmesuradamente la vocal; apareció con los mofletes enrojecidos por la lumbre, la mirada reluciente y una sonrisa alegre. Invitó a Pep a pasar y lo hizo sentar a su lado delante de la chimenea. María empezó a evocar Navidades pasadas como si todas las que habían precedido a éstas hubieran sido un manantial inagotable de dichas, ¡qué bien lo pasábamos! Pep llenó varias veces las copitas de anís; observó  que la felicidad de María iba en aumento (nunca se le había pasado por la cabeza que un día pelaría la pava con un hombre, sentados ambos ante la chimenea como solían hacer las parejas de novios). Pep comprendió pronto que el anís no era el único responsable de aquella alegría y sintió la misma satisfacción que cuando su padre de niño le felicitaba por un trabajo bien hecho. Así las cosas están bien.

                                                 www.laotramitad.org

 La Nochebuena se iba despidiendo, hacía mucho rato que la lumbre había dejado de proyectar la sombra de los cuerpos en la pared, no quedaba más luz que la del candil. María se había quedado dormida en la silla, una leve sonrisa animaba su rostro y por la comisura de sus labios corría un suave hilito de saliva. Pep besó su mejilla, la cubrió con una manta de pan y marchó para su casa. Esa Nochebuena fue la de 1918.  Al año siguiente mi abuelo se fue a trabajar de chatarrero en los campos de batalla de Verdun.  



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